miércoles, 3 de septiembre de 2014

Veinte años de la retirada de las tropas rusas de Alemania

La marcha del Ejército Rojo terminó con cerca de cinco décadas de relación ambivalente entre Rusia y Alemania
La Alemania reunificada no se convirtió en una potencia neutral, como muchos esperaban, sino que entró en la Alianza Atlántica
El 31 de agosto se terminaba el viejo orden mundial basado en el equilibrio simétrico bipolar y comenzaba el nuevo (des)orden mundial

Soldados soviéticos en Berlín, 1988.
El 31 de agosto de 1994 se despedía de Berlín el Westgruppe der russischen Streitkräfte (Grupo occidental de las fuerzas armadas rusas). Tres años antes se había disuelto la URSS y el espacio post-soviético comenzaba a hundirse lentamente en una década de caos y violencia. Con el descenso de la bandera roja del Kremlin, la noche del 26 de diciembre de 1991 terminaba simbólicamente el orden internacional surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. 
El Ejército Rojo, que había entrado victorioso en Berlín el mes de abril de 1945 para poner fin al fascismo hitleriano, abandonaba la capital alemana 49 años después discretamente, dejando atrás casi cinco décadas de relación ambivalente con Alemania, como siempre han sido las relaciones germano-rusas.

El vecino incómodo

A pesar de haber sufrido con diferencia el mayor número de bajas en el conflicto, los soldados soviéticos no fueron recibidos por los alemanes como libertadores. Según una encuesta de las potencias ocupantes realizada en 1948, el 71% de la población alemana consideraba la presencia de las tropas soviéticas como muy desagradable (en comparación: Francia, 30%; EE.UU., 17%; Reino Unido, 11%), un 24% como desagradable, un 4% respondía que le era indiferente y sólo un 1% la calificaba de agradable.
Los motivos de este rechazo eran diversos: desde la supervivencia de la propaganda nazi y sus estereotipos en muchos alemanes hasta la experiencia traumática de la guerra y la prisión, pasando por la deportación de los alemanes de los territorios de la antigua Prusia oriental. La mayoría de alemanes eran incapaces de interpretar el comportamiento de muchos soldados soviéticos como una respuesta a la brutalidad de sus tropas en el frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial. 
En marzo de 1954, tras la declaración de soberanía de la República Democrática Alemana, las tropas de ocupación soviéticas estacionadas en el país redujeron su contingente a 500.000 soldados (en 1945 había un millón) y cambiaron su nombre por el de Gruppe der sowjetischen Streitkräfte in Deutschland (Grupo de las fuerzas armadas soviéticas en Alemania) y, más tarde, en 1989, por el de Grupo occidental de las fuerzas armadas rusas.
La sensación de falta de autonomía del gobierno de la RDA, unida a la prohibición a los soldados de confraternizar con la población local, contribuyó a la alienación mutua. Incluso durante los años de máxima actividad de organizaciones de masas como la Asociación de Amistad Germano-soviética (Gesellschaft für deutsch-sowjetische Freundschaft), que llegó a movilizar alrededor de un 15% de la población, la percepción negativa de los soldados soviéticos persistió de una forma u otra. En la década de los cuarenta, los alemanes evitaban los "cuarteles de los rusos" y cambiaban de acera para mantenerse lejos y evitar que recayera sobre ellos cualquier sospecha. Cuando el Ministerio para la Seguridad del Estado de la RDA –más conocido por su acrónimo, Stasi– asumió su vigilancia en 1962, aún se añadió otra razón para mantenerse bien lejos. 

Ciudades secretas 

Otro de los motivos para mantener a los soldados soviéticos apartados de la población local eran las diferencias de salario y condiciones de vida con los habitantes de Alemania oriental. Mientras un soldado raso del Ejército Rojo recibía un salario mensual de 8 rublos (1970) y 3,80 rublos (1980), uno del Ejército Popular Nacional (NVA) de la RDA cobraba 5 marcos orientales (1960) y 15 marcos orientales (1980).
Los comandantes militares pronto vieron que el contraste entre las condiciones de vida en la URSS y Alemania podía alimentar un trauma psicológico adicional, ya que, aunque los soviéticos habían ganado la guerra y los alemanes la habían perdido, las condiciones de vida de unos y otros no parecían reflejarlo. Este resentimiento se canalizó, a falta de otros cauces, en el comportamiento individual de los soldados fuera de servicio, que visitaban cabarets, se emborrachaban y cometían delitos, convenientemente exagerados por parte de los medios de comunicación occidentales.
Todo ello llevó a la decisión, en junio de 1947, de construir las primeras bases militares donde vivían soldados, oficiales y trabajadores civiles con sus respectivas familias. Lo hacían en condiciones muy modestas: los soldados rasos estaban acuartelados en dormitorios de hasta 120 hombres y recibían unas pocas pertenencias, los suboficiales disponían de una sola habitación (dos si tenían niños) y los oficiales de una vivienda de tres habitaciones si tenían familia.
A pesar de esta vida espartana, a la que todavía había que añadir la larga duración del servicio militar obligatorio (tres años hasta 1968 y dos a partir de entonces), Alemania oriental no se consideraba un mal destino para hacer el servicio militar, especialmente en comparación con otros climas más fríos, como el de algunas zonas de la propia URSS.
Y no todos los alemanes guardaban un mal recuerdo de los soldados soviéticos: en los setenta y ochenta, muchos se sumaron a las tareas de ayuda en catástrofes naturales (como inundaciones) y eran considerados en general mucho más simpáticos, generosos y dispuestos a ayudar a los civiles que los propios soldados alemanes de la NVA. Muchos alemanes conocían las condiciones del servicio militar soviético y se solidarizaban con los soldados rasos. Las poblaciones cercanas a las instalaciones del Ejército Rojo contaban también con tiendas mejor abastecidas que los Konsum de la RDA.
Estas bases –como la de Vogelsang, a escasos kilómetros de Berlín, que llegó a alojar misiles nucleares y de la que partieron los tanques que sofocaron la insurrección de Berlín en 1953 y la primavera de Praga en 1968– están hoy completamente abandonadas. La nueva Alemania no supo darle ningún uso, ni quiso conservarlas como un recuerdo de la presencia soviética en el país, que tras la Reunificación pasó a considerarse como una humillación. Desprovistas de mantenimiento, la naturaleza ha conquistado el terreno, la vegetación cubre el suelo y escala por los muros, y los animales salvajes duermen en los antiguos garajes para vehículos militares.
En los ladrillos de los muros que aún se conservan en pie todavía pueden leerse las inscripciones que grabaron a navaja los soldados hace más de dos décadas. Las instrucciones en cirílico pintadas en las paredes van perdiendo su color rojo y blanco originales, el óxido devora las cañerías y fusibles que han sobrevivido a la rapiña de los visitantes que se atreven a desoír la prohibición de entrar en la zona. Cada año que pasa, las instalaciones se parecen cada vez más a los restos de otra civilización, cuyas últimas ruinas sobreviven a las inclemencias del tiempo bajo la mirada atenta y severa de Lenin. 

El nuevo (des)orden mundial

La retirada definitiva de las tropas rusas estaba prevista en el llamado “Tratado 2+4”, firmado por las dos Alemanias y las antiguas potencias aliadas. En 1991 quedaban en Alemania oriental 338.000 militares, 207.400 familiares y personal civil, 4.100 tanques, 8.000 vehículos blindados, 705 helicópteros, 615 aviones y miles de piezas de artillería, todo ello repartido en 777 cuarteles, 3.422 centros de instrucción y 47 aeropuertos militares. Se calcula que entre 1945 y 1991 pasaron por Alemania más de diez millones de soldados soviéticos: un 60% eran rusos, un 20% ucranianos, un 6% bielorrusos y el resto de otras nacionalidades de la URSS.
De todo aquello hoy no queda ni rastro, si no fuera por las miles de estelas funerarias en los cementerios soviéticos repartidos por toda la geografía de Alemania oriental. El derribo de estas instalaciones se lleva a cabo, simbólicamente, con fondos de la Unión Europea. 
La salida de las tropas rusas por la puerta trasera de la nueva Alemania comenzó con el entonces presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin, visiblemente bebido y robándole la batuta al director de una orquesta militar alemana para dirigirla. La escena, que fue capturada por los equipos de televisión, fue vivida por la mayoría de rusos como una humillación que se añadía a su condición de superpotencia hundida.
A pesar de haber contribuido a la unificación de Alemania, Rusia tuvo que ver cómo la OTAN aprovechó su debilidad momentánea y ocupó el vacío dejado para extenderse por toda Europa oriental con el fin de “contener” las aspiraciones rusas a recuperar algún día su influencia y, al mismo tiempo, garantizar la hegemonía estadounidense. Occidente hacía así oídos sordos a la propuesta de Mijaíl Gorbachov de crear una casa común europea desde Lisboa hasta Vladivostok. La Alemania reunificada no se convirtió, como muchos esperaban, en una potencia neutral –una nueva Suiza, como se decía en la época–, sino que entró en la Alianza Atlántica.
La ampliación oriental de la OTAN significó en la práctica la ruptura de la promesa que hizo el Secretario de Estado de EE.UU. James Baker a Gorbachov. El error de este último fue no haber hecho que los estadounidenses la consignasen por escrito. Y como dice el refrán: de aquellos polvos, estos lodos.
El 31 de agosto se terminaba el viejo orden mundial basado en el equilibrio simétrico bipolar y comenzaba el nuevo (des)orden mundial. La primera señal de importancia para una Rusia que comenzaba a sufrir los primeros reveses, producto de la terapia de choque neoliberal, no tardaría en llegar: el 11 de diciembre comenzaba la primera guerra de Chechenia.

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