viernes, 15 de mayo de 2015

Alemanes y holandeses pisotean y humillan a los griegos: '¡un poco de respeto, por favor!'

Durante cinco años, los griegos han sido públicamente avergonzados, insultados, humillados y escupidos por el resto de Europa. "Ya es hora de mostrar un poco de respeto", nos dice la periodista holandesa Ingeborg Beugel en este artículo soberbio traducido al castellano por el suplemento Diásporas de Público, a partir de la versión inglesa, publicada por Jerome Roos en Roar Mag. Las espeluznantes experiencias que relata aquí la periodista no dejarán indiferente a nadie.

 
  
Como antigua corresponsal en Grecia, todavía me invitan regularmente a programas de radio y televisión en los Países Bajos; o a pronunciar conferencias acerca de la crisis de la deuda griega. Éstas últimas son generalmente organizadas por algún tipo de fundación u organización de "helenófilos". Además de los holandeses amantes de la cultura helena o de los padres de holandeses casados con un griego o una griega, los asistentes suelen ser por lo común griegos que viven en los Países Bajos.

Últimamente, más que nunca, llegan hasta mí anécdotas profundamente desagradables en el transcurso de este tipo de reuniones. Incluso en los periódicos nacionales han estado circulando durante años historias de ciudadanos holandeses que se niegan a pagar sus cuentas después de comer y beber en tabernas helenas porque "ya han dado suficiente dinero a los griegos". Pero ahora, además, me abordan con frecuencia las madres o los padres de los hijos de parejas mixtas para decirme que sus niños han llegado enojados de la escuela o incluso con lágrimas en los ojos, debido a que su profesor de economía había descrito a los griegos como especuladores, perezosos, poco fiables o evasores de impuestos en quienes no se puede confiar a la hora de firmar acuerdos. Con plena convicción, el docente le ha dicho a sus alumnos que los griegos amenazan la supervivencia misma de la UE y, por lo tanto, deben ser inevitablemente pateados y expulsados de la zona euro.

Cuando esos niños medio griegos han intentado plantar cara en la clase a las afirmaciones del maestro han sido víctima de burlas y de humillaciones. De nada les sirvió contar las historias de familiares griegos que apenas tienen dinero para comprar comida; o argumentar que Grecia ha sido, de hecho, extremadamente fiable durante los últimos cinco años, en lo que concierne a cumplir los compromisos del rescate, y a pesar de ello, han visto cómo su deuda pública se incrementaba y su economía se reducía a ruinas. Al terminar la clase, tales rituales se repetían en el patio del recreo. Y las cosas están empeorando, dicen.
 
 Desde que Syriza ganó las elecciones en enero; desde que los "correveidiles de Bruselas" (viejos partidos tradicionales como el ND y el PASOK) desaparecieron de la escena política griega; desde que los medios de comunicación comenzaron a obsesionarse con el sorprendente nuevo ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis; desde que el nuevo Ejecutivo de Atenas comenzó desesperadamente a intentar suavizar la postura de Merkel -escaso es su margen de maniobra- y a revocar las catastróficas reformas y políticas de austeridad impuestas por la troika (UE, BCE y FMI)... se ha convertido en lugar común despreciar y humillar a los griegos de forma abierta y descarada.

Basta con echar un vistazo a los medios de comunicación. Obsérvese, por ejemplo, al periodista que, a pesar de no haber puesto un pie en Grecia y no tener la menor idea del asunto del que habla, todavía parlotea en la radio pública, gritando y reiterando que "los griegos no cumplen sus acuerdos", que "están saboteando toda la operación" y que "han votado por el partido equivocado".

Los periódicos holandeses -no sólo los tabloides amarillos, sino la llamada prensa “seria”-, están plagados de frases como "el gobierno de extrema izquierda de Syriza está destinado a ser impopular en Europa"; "el primer ministro griego Tsipras fue gélidamente recibido en Bruselas"; "los estados miembros de la UE están hartos de Grecia"; "la paciencia con Grecia se está acabando"; "los griegos están alentando provocadoramente una confrontación que tendrá consecuencias de largo alcance" y "los griegos le están tomando el pelo a los alemanes con esas inaceptables tácticas de distracción consistentes en sacar a colación la cuestión de las reparaciones de guerra alemanas".

Y todo esto, sin ningún tipo de crítica, matiz o explicación. Ni uno solo de los miembros de esa camarilla de periodistas parece preguntarse si en realidad es apropiado que sea fríamente recibido en Bruselas un gobierno elegido de forma democrática; un gobierno que es capaz de demostrar fehacientemente que las medidas de austeridad de los últimos cinco años sólo han empeorado las cosas -de ahí que quiera, con razón, desembarazarse de ellas. Nadie ha matizado esa sesgada descripción de Syriza, que tiene mucho menos de extrema izquierda que de partido socialdemócrata afanado en defender el estado del bienestar griego -o lo que queda de él. Nadie ha precisado que el gobierno de Atenas es aparentemente 'provocativo' y 'retador, porque ofrece una verdad incómoda, y no se le ha escuchado.
 
Nadie ha aplaudido a los griegos por la paciencia que han mostrado en los últimos cinco años o porque han hecho lo imposible para cumplir con las demandas imposibles de la Troika, y sólo para terminar con una deuda pública creciente, un incremento del desempleo y un nuevo escenario en el que uno de cada tres griegos vive por debajo del umbral de la pobreza y 3 de los 11 millones de ciudadanos ya no tienen acceso a la sanidad pública. Nadie menciona el hecho de que el nuevo gobierno liderado por Syriza, a diferencia de los precedentes, es el primero que realmente se ha comprometido a tomar medidas enérgicas contra la evasión de impuestos de la élite corrupta del país. O que el primer ministro Tsipras será el primero en obligar a pagar sus licencias de transmisión a los magnates de las principales cadenas de televisión y de radio comerciales. Hasta ahora, habían sido otorgadas de forma gratuita a cambio de apoyo político.
Tsipras también ha iniciado una investigación de los falsos créditos concedidos a ciertos canales de televisión por algunos de los mayores bancos del país; préstamos que nunca tuvieron que ser reembolsados, a cambio de ocultar la mala gestión y la mala conducta de los banqueros. Esto, a su vez, explica el porqué esas emisoras comerciales estén acusando despiadadamente a Tsipras y Varoufakis de cualquier cosa que vuele. También explica el porqué han unido vigorosamente sus voces a las del coro de medios antigriegos de los hagiógrafos alemanes en Bruselas. Muchas de las informaciones que producen los corresponsales extranjeros en Atenas repiten acríticamente lo que dicen estas cadenas helenas de televisión a sueldo de los banqueros, mientras precisan que sus fuentes provienen de “medios griegos objetivos”. Lo que ignoran los corresponsales -o se niegan a admitir- es que están participando en la guerra propagandística emprendida por los multimillonarios de los medios griegos. Están indignados con el Ejecutivo porque, finalmente, se les ha obligado a pagar por las licencias de emisión.
Más allá de esto, nadie en los medios de comunicación holandeses ha situado la cuestión de las reparaciones de guerra germanas -un tema habitual en la prensa griega desde la reunificación de Alemania, en 1990- en un contexto histórico más amplio. La Prensa holandesa se muestra incluso más dura que la alemana. Al menos, en los medios germanos puede hallarse un cierto reconocimiento de que los griegos tienen algo de razón -ahora y durante las décadas precedentes- cuando hablan de reparaciones y de que el asunto debería resolverse. Es preciso añadir a propósito de esto que Grecia, junto con Polonia, fue el país que más sufrió bajo la ocupación alemana. Tal y como demuestran los registros históricos, los horrores sufridos por los habitantes de los Países Bajos fueron una fiesta comparado con lo que los nazis le hicieron a Grecia. Aún así, los griegos eran mucho menos anti-alemanes tras la guerra que los holandeses. No hay un equivalente griego a las mofas germanófobas holandesas. Pero estos últimos no parecen ser conscientes de nada de ello.
 
 Todo cuanto los griegos hacen o dicen estos días se considera por defecto equivocado, provocador e inaceptable. Existe una especie de problemático consenso acerca de que el desprecio colectivo, la irritación y el castigo a los griegos está más justificado que nunca. "Es como si un genio se hubiera escapado de la botella. ¿Cómo podemos conseguir que entre de nuevo? ", me dijo una apesadumbrada mujer, casada con un comerciante griego de vinos, durante una reunión llevada a cabo en la ciudad holandesa de Groningen. Trabajadores y jóvenes estudiantes griegos se dirigen a mí con regularidad en Facebook para contarme historias terribles. Me dicen que se sienten relegados al status de ciudadanos de segunda clase y que algunos holandeses se están volviendo más y más agresivos. Uno de ellos recibió una patada mientras aguardaba a un tranvía en una parada hace algunas semanas, y sólo porque era griego.

Hasta ahora, escuchaba este tipo de historias y trataba de imaginar lo que significa actualmente ser griego. Pero desde hace unas semanas, he comenzado a saber cómo se sienten, aunque sólo sea un poco.

Recientemente, me invitaron a aparecer frente a la cámara de dos programas de entrevistas. Uno de ellos se presenta como un proyecto independiente, una bonita iniciativa de un grupo de idealistas cuya finalidad es introducir algo de profundidad analítica en los medios de comunicación. Se grabó en un estudio y se difundió a través de YouTube. Me pidieron que explicara los últimos acontecimientos griegos junto a un economista heleno que enseña en la facultad de sociología de la Universidad VU de Amsterdam. Mi segunda cita era con un popular programa nocturno en el que he participado con bastante regularidad durante los dos últimos años. En este último, se me pidió que apareciera junto a un ex corresponsal en Berlín, y que tomara parte en una especie de "debate". Atenas versus Berlin, por decirlo de algún modo. Ambos programas son presentados por hombres. No mencionaré sus nombres porque son irrelevantes. Lo que importa es la manera en que fuimos tratados tanto el economista griego como yo, a diferencia del hombre de Berlín. No era nada nuevo para el profesor heleno; pero para mí lo fue.

En el estudio del primer programa, el economista y yo estábamos básicamente abandonados a nuestra suerte. Ni siquiera nos ofrecieron una taza de café: todo el equipo de producción estaba fumando fuera, y tuvimos que aguardar a que comenzara nuestra intervención para que nos brindaran agua. La conversación fue surrealista. El presentador anunció que el programa pretendía ofrecer una alternativa a la superficialidad habitual en otros espacios semejantes y a la mercantilización de los grandes medios. De entrada, esto sonaba como música para los oídos. Claro que lo que sucedió después fue exactamente lo contrario. El entrevistador tenía sólo una pregunta: ¿Grexit o no Grexit? ¿Debe o no salir Grecia de la zona euro?

Tanto el griego como yo habíamos pasado incontables horas preparando por teléfono la conversación con los productores del programa. Sin embargo, no se discutieron ninguna de las cuestiones en las que habíamos trabajado. Cada vez que mi colega trataba de explicar algo "complicado" era silenciado. Cada vez que intenté respaldarlo, sufrí el mismo trato. Lenta pero segura, empecé a advertir lo que estaba pasando: el presentador simplemente nos tomaba tan poco en serio que ni siquiera nos escuchaba y menos aún, mostraba un interés genuino por lo que teníamos que decir. Sin ningún tipo de pudor, hizo gala de una espantosa ignorancia. Pero como estaba hablando con y acerca de los "griegos", esto no importaba lo más mínimo. O al menos eso es lo que una percibía. Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos fuera del estudio, completamente desconcertados, después de la entrevista más superficial, vacía y estúpida que jamás se me haya hecho.

El economista se rió.

"Lo que ha pasado aquí a pequeña escala, está pasando en Grecia y en Bruselas a una escala mayor. Ahora ya sabes lo que se siente al ser griego en estos días", concluyó, mientras me consolaba con una palmadita en la espalda.

El segundo programa de entrevistas al que fui invitada dio comienzo justo cuando entraba en la redacción. De acuerdo a las últimas noticias sobre Grecia, el Ejecutivo heleno no sólo reclamaba los edificios públicos alemanes en Atenas -incluido el renombrado Instituto Goethe- como garantía de las reparaciones de guerra, sino que había comenzado a apoderarse de las casas vacacionales de ciudadanos alemanes. En medio de la confusión, grité tan fuerte como pude que no podía ser cierto, pero claro está, si lo dice The Economist, tiene que ser verdad. Por un segundo, incluso se las arreglaron para convencerme de que me había vuelto loca. Tan en contra estaba aquello de mi juicio, que hice una llamada telefónica a Atenas justo antes del inicio de la transmisión en vivo. Obviamente, los rumores estaban errados. Nadie iba a expropiar edificios públicos germanos, y mucho menos las casas privadas de los alemanes helenófilos. Pero de alguna manera, el tono del programa ya se había fijado. En el estudio, antes de que las cámaras comiencen a grabar, justo antes de que dé inicio la emisión, el presentador siempre da la bienvenida al público; lee un resumen de los temas que van a discutirse e introduce a los invitados. En esta ocasión, nuestro anfitrión dijo algo como:
 "Para ser sincero, estoy harto y cansado de este tema y de los griegos... Me aburre a morir, pero ¿qué vamos hacer? Están de vuelta en las noticias. Así que, como siempre, tenemos esta noche con nosotros en el estudio a Ingeborg Beugel. Pero por suerte también tenemos una voz fresca, en este caso de Berlín, el ex corresponsal de bla-bla-bla...". Me quedé helada. Ningún invitado había sido presentado jamás de ese modo. Yo no acudo a un programa para contribuir a la fatiga de un presentador de televisión. Durante un segundo, consideré la posibilidad de sacarme el micrófono, levantarme e irme fuera. "Por Dios", pensé: "Eso es probablemente lo que los funcionarios griegos en Bruselas deben sentir justo antes de que comiencen las reuniones del Eurogrupo". Las cosas no mejoraron cuando me senté frente al corresponsal de Berlín. Con las cámaras ya grabando, fue presentado como un invitado muy versado en Alemania. En cuanto a mí, fui más o menos despectivamente descrita como la contertulia que defiende obcecadamente a los helenos.

¿Perdón?

Durante quince años, me ganaba la vida -al igual que otros corresponsales de muchos otros países- denunciando de forma incansable cuanto se hacía mal en Grecia. Era como si los burócratas y diplomáticos de Bruselas no leyeran los periódicos. Durante todos esos años, el silencio de Europa era ensordecedor; la UE seguía otorgando subvenciones que desaparecerían en los bolsillos de corruptos, y sin ningún tipo de supervisión y menos todavía de sanciones; contra todo pronóstico, los bancos europeos seguían concediendo préstamos, irresponsables sumas de dinero para Atenas, cegados por la perspectiva de las ganancias fáciles. Durante el pasado lustro, he sido como una voz solitaria que clamaba en el desierto de los medios de comunicación holandeses. “No -argumenté-, la crisis griega no es sólo culpa de los griegos”. Vamos a poner las cosas en un contexto histórico.

Todo el mundo sabe que esto fue sobre todo una crisis bancaria; aunque no se nos permita decirlo. Ahora que el nuevo gobierno de izquierda griego señala correctamente que los últimos cinco años de recortes y reformas desenfrenadas, no sólo no han conducido a la recuperación, sino que han dado lugar a una catástrofe humanitaria y económica. Ahora que el Ejecutivo de Atenas denuncia que los bancos europeos fueron los únicos que se han beneficiado de los 240 millones de euros en préstamos de emergencia, las cosas no podrían ir peor. El hecho de que, tal y como debería hacer cualquier buen periodista, intente explicar la postura del gobierno griego y juzgarlo por sus méritos, ha propiciado que sea considerada y tratada como un heleno. Y ahora entiendo qué sucede: se supone que los griegos no deben ser escuchados y no merecen respeto alguno.

La conversación que mantuvimos en ese programa nocturno se desarrolló de forma consecuente con esa presunción. Apenas podía contribuir con mi granito de arena y fui interrumpida constantemente. Hablaban por sí solas las miradas que me dedicaron cada vez que dije algo que realmente tenía sentido -algo como que la deuda pública griega ha pasado del 120 por ciento, en 2010, al presente 175 por ciento; o algo como que los últimos cinco años de miseria para los griegos han demostrado ser un enorme fracaso. La guinda del pastel llegó al final de la entrevista. Cuando estaban a punto de dar paso al siguiente invitado, murmuré desesperadamente que el gobierno griego también debe mantener sus promesas electorales y que esa es la razón por la que terminaron aprobando una ley urgentemente necesaria para ayudar con doscientos millones de euros a los pobres entre los pobres griegos, desatando de ese modo la ira de todos los Estados miembros de la UE.

"Pero eso es obviamente una locura", concluyó el presentador. "Los griegos no deberían haber votado a favor de un gobierno así”. Como si la democracia no importara; como si los griegos fueran muy traviesos y se hubieran equivocado al votar a (nuevos) políticos que ya no quieren acatar los dictados de austeridad alemana. No podía creer lo que acababa de oír. Pero nadie parecía sentirse estupefacto.

A pesar de que me sentía horriblemente mal por esta emisión, a pesar de que sentía que no había logrado expresar adecuadamente mis puntos de vista y había permitido que me acorralaran y pisotearan, esa noche recibí una asombrosa cantidad de reacciones positivas en Facebook y Twitter. Normalmente recibo cartas de odio. Pero en esta ocasión, se había producido una clara reacción de simpatía por los de abajo; los espectadores no se congratularon del modo en que fui puesta contra las cuerdas, y sin ningún lugar al que escapar, exactamente igual que los griegos hoy en la Eurozona.

Al día siguiente, para reanimar mi espíritu, leí algunos pasajes del último libro de Wolfgang Streeck, “Tiempo de compras: la crisis demorada del capitalismo democrático”. El sociólogo alemán y ex director del Instituto Max Planck explica en él que la crisis griega no se debe a que los griegos tengan agujeros en los bolsillos, ni a que los alemanes sean unos tacaños. Según Streeck, la recesión griega es una manifestación característica de la incompatibilidad inherente entre el capitalismo y la democracia. La democracia griega ha sido simplemente la primera víctima sacrificada en el altar del capitalismo europeo, y sólo para que los acreedores del país ganen un poco más de tiempo.

De alguna manera, leer ese libro me hizo sentir mejor. Tal vez, después de todo, no estoy tan mal acompañada. Así que me puse un poco de Aretha Franklin, y comencé a cantar a todo pulmón.

R.E.S.P.E.C.T.

R.E.S.P.E.T.O.

¡También para los griegos, por favor!


* Ingeborg Beugel es una periodista holandesa. Ha trabajado como corresponsal en Grecia para diversos medios de comunicación de los Países Bajos. Aparece regularmente en la televisión de los Países Bajos como contertulia y “exégeta” de la crisis griega. Este artículo fue traducido del inglés al castellano por Ferran Barber, a partir de la versión inglesa publicada por el editor de ROAR MAGAZINE, Jerome Roos.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario