viernes, 20 de noviembre de 2015

Cuarenta años sin Franco y mucha fragilidad democrática

La impronta en nuestra sociedad del Régimen anterior no ha sido puesta en claro pese a los discursos de reconciliación y superación

El dictador Francisco Franco y Juan Carlos de Borbón.
  La larga duración de la dictadura franquista conllevó una profunda colonización social de todos los resquicios en los que, tras la crisis de 1898, se habían creado los espacios liberales y progresistas que construyeron el contexto que en abril de 1931 facilitó el advenimiento de la Segunda República.

Cuando la victoria de las fuerzas fascistas puso fin al enfrentamiento bélico, el dictador Francisco Franco dictó una amnistía que liberaba de responsabilidades a quienes hubieran cometido delitos violentos contra la República a partir del 14 de abril de 1931 y que pudieran considerarse precedentes del glorioso movimiento nacional que salvaría España.

Una vez exonerados de cualquier responsabilidad los criminales franquistas, la dictadura comenzó a sacar de las instituciones a cualquier sospechoso que no celebrara el golpe de Estado del 18 de julio.

El Boletín Oficial del Estado está sembrado de decretos de depuración, persecución y limpieza política del funcionariado.

Al mismo tiempo, los familiares de los muertos por la violencia de "las hordas marxistas", los penados y mutilados, eran admitidos en la administración de forma directa, en un proceso en el que los adeptos al dictador fueron ocupando todos los poderes del Estado.

Algunos fueron apartados para comprobar su filiación y luego readmitidos, una vez que se comprobó que podían servir con fidelidad al nuevo Estado.

Fue el caso de Wenceslao Fernández de la Vega, inspector de trabajo que, después de haber sido apartado unos meses de su puesto de trabajo, fue readmitido y luego realizó una carrera que le llevó a ser jefe delegado del Ministerio de Trabajo (que era casi propiedad de Falange) en Valencia y Zaragoza. Su hija, María Teresa Fernández de la Vega, vicepresidenta del gobierno de Zapatero y encargada de elaborar la Ley de la Memoria Histórica, se preocupó de que las políticas de memoria no supusieran en ningún caso una amenaza para los privilegios de los descendientes de los altos dirigentes civiles y militares del franquismo.
Entre el exilio, la represión y la enorme violencia de los franquistas, el número de funcionarios públicos se vio mermado, dejando paso a un enorme ejército de adeptos que fueron ocupando las administraciones públicas durante cuarenta años.

España quedó convertida en un apartheid durante la dictadura: vencedores con todo el poder y todas las oportunidades, y perdedores con la posibilidad de servir o emigrar.

Mientras las cárceles rebosaban de cientos de miles de presos, los franquistas ocupaban todos los espacios, convirtiendo la judicatura, la universidad o el periodismo en terreno abonado para trepas, oportunistas y mentes grises que en tiempos de meritocracia como los de la Segunda República no podían competir con las mentes brillantes de hombres y mujeres que huyeron de la España franquista.

Cuando llegó la Transición, la sociedad española contaba con una élite formada en las universidades a las que fundamentalmente asistían hijos de altos funcionarios del régimen, de oficiales del ejército y familiares de mutilados y muertos en la guerra.

La evolución social del régimen formó una élite, dividida ideológicamente, destinada a gestionar el tránsito a la democracia que determinaba para España el entorno europeo y las grandes tendencias de la guerra fría.
En los cuarenta años transcurridos tras la muerte del dictador Francisco Franco, hemos asistido a un proceso político en el que ninguno de los poderes del Estado (ni el ejecutivo, ni el legislativo, ni el educativo, ni el judicial) tomaba una sola medida que pudiera poner en riesgo los privilegios adquiridos por la élite franquista.

Operación blanqueo
La Ley de Amnistía y una Constitución en cuya elaboración no pudieron participar los partidos republicanos, porque fueron legalizados tras las elecciones de junio de 1977, sellaron el ingreso de las estructuras franquistas en la democracia.

Miles de biografías se blanquearon en los primeros años de la Transición, mientras el Estado convertía a millones de ciudadanos educados en democracia en ignorantes del pasado reciente, y el miedo, resucitado por el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, sustentaba el muro invisible de la impunidad, contra el que apenas hubo quien chocara hasta la llegada del siglo XXI.

La gran estrategia del Estado fue fingir fuera de España que todo estaba resuelto dentro. El encuentro de Juan Carlos I con la viuda de Manuel Azaña, Dolores Rivas, apenas dos semanas antes del referéndum constitucional de 1978, inició una estrategia de marketing político con respecto al pasado.Fingir fuera de las fronteras españolas que todo estaba resuelto dentro.

Así, Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González tuvieron un encuentro público con la viuda de Azaña; José María Aznar y Zapatero, como ella ya no vivía, se retrataron alegremente con exiliados en Moscú o en México D.F. Pero mientras llevaban a cabo esos encuentros fuera de territorio español, ninguno de esos presidentes llevó a cabo un acto público con las víctimas de la dictadura franquista en el Palacio de la Moncloa.

La pervivencia de una estructura social construida sobre la violencia de la dictadura y la impunidad de la democracia ha traído hasta el presente numerosas consecuencias del franquismo, incrustadas en una cultura política frágil, estrecha y superficial desde el punto de vista de los valores democráticos.

El franquismo, con su deterioro social y su inmadurez democrática, sigue institucionalizado en el presente. El miedo y la despolitización siguen formando parte de nuestra vida cotidiana, como una viga que sostiene la estructura de nuestra cultura política. En la pervivencia de un sistema educativo con un modelo de funcionamiento casi castrense, memorizar sin entender; en el funcionamiento feudal de una universidad pública en la que prima el factor reproductivo, pero no el productivo; en los bajos índices de lectura e incluso en la baja conflictividad social en un periodo de crisis que tiene a más del 50% de los jóvenes en paro y no manifiesta ningún enfado con esa realidad.

La monarquía y la iglesia católica siguen siendo estamentos privilegiados para el Estado. Los grandes medios de comunicación se mantienen en los márgenes de esa cultura de la Transición que selló la idea de que todos eran buenos y malos en la guerra y todos fueron generosos en la Transición.

La insignificancia con la que se ha tratado a los hombres y mujeres que lucharon contra la dictadura es otro ejemplo de cómo los nuevos demócratas de 1978 asaltaron un espacio simbólico que no sólo no habían construido, sino que habían perseguido.

Cuarenta años después de muerto el dictador, vivimos en la fragilidad democrática con la que se construyó la transición. La crisis económica ha mutado en crisis política y se abre una oportunidad para mejorar y fortalecer el escuálido esqueleto de nuestra democracia.

Es preciso que el proceso de politización que supuso el 15M se multiplique y construyamos unas nuevas reglas del juego que nazcan de la ciudadanía y no de unas élites cuyo objetivo era permitir elecciones democráticas conservando todos y cada uno de sus privilegios.


Fuente:  https://www.diagonalperiodico.net/saberes/28386-mucha-fragilidad-democratica.html

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