viernes, 12 de febrero de 2016

Ouvertyura

  

    Los cañones alemanes estaban a menos de once kilómetros de la Sala Filarmónica en el momento en que la Séptima Sinfonía de Dmitri Dmítrievich Shostakóvich se interpretaba por primera vez en la ciudad a la que había sido dedicada a última hora de la tarde del domingo 9 de agosto de 1942. Leningrado estaba sitiada desde que los alemanes cortaron la última ruta terrestre de salida de la ciudad, el 14 de septiembre de 1941.
    Shostakóvich había empezado a componer su sinfonía a mediados de julio de 1941, en el momento en que empezaba a estrecharse el cerco alemán. Le sacaron de la ciudad en un avión con rumbo a Moscú, a principios de octubre, en compañía de su esposa, de sus dos hijos y de los dos primeros movimientos de la sinfonía. Desde allí partieron hacia el este, a orillas del Volga.
    Cuando terminó la obra -y la bautizó como la Sinfonía Leningrado-  se interpretó con gran éxito en Rusia, Londres y Nueva York.
    Sin embargo, la máxima resonancia de aquella música, tan sólo podía producirse cuando se interpretara en la propia Leningrado, maltrecha y sangrante. Se dio la orden de que, "por los medios que fuera", aquello se llevara a cabo.
    La partitura fue llevada en avión hasta Leningrado sobrevolando las líneas alemanas, y el piloto tuvo que realizar una última aproximación casi a ras de las olas por encima del lago Ladoga. Aquella  gigantesca extensión de agua situada al este de la ciudad era su único vínculo con la "tierra firme", como llamaban los habitantes de Leningrado al resto de Rusia, en camión por encima del hielo en invierno y en gabarra después del deshielo.
    "Cuando la vi -decía Karl Eliasberg, que posteriormente dirigiría la interpretación-, pensé: "nunca podremos tocar esto". Se trataba de una obra colosal [...]. La Orquesta Filarmónica de Leningrado, la principal orquesta de la ciudad, ya no estaba. La habían evacuado hasta la seguridad de Novosibirsk, en Siberia, antes del comienzo del asedio. La única que quedaba era la Orquesta de la Radio, que dependía del Radiokomitet, el Comité de la Radio, y de Eliasberg.
    A lo largo del invierno de 1941-1942, la orquesta había perdido a más de la mitad de sus intérpretes. Los supervivientes estaban débiles y traumatizados. En tres meses habían muerto en la ciudad 250.000 personas, de hambre  de hipotermia, con una ración de menos de una rebanada de pan adulterado al día, y con temperaturas de -28ºC.

   
Con la llegada de la primavera de 1942, la nieve empezó a derretirse, dejando al descubierto los cadáveres que todavía permanecían por las calles. Algunos de ellos habían sido parcialmente devorados. Llevaban todo el invierno sepultados, pero ahora estaban ahí para que la ciudad pudiera ver cómo había logrado sobrevivir. Una vecina aporreó la puerta de Ksenia Matus, una oboísta, y le suplicó que la dejara entrar. Su marido estaba intentando matarla para comérsela.
    A Matus le esperaban cosas peores cuando acudió al primer ensayo de la Séptima, en los estudios del Radiokom. "Casi me caigo redonda de la impresión -afirma-. De una orquesta de cien personas sólo quedábamos quince. No les reconocía. Estaban como esqueletos...."Eliasberg levantó los brazos para empezar a tocar. Nadie reaccionaba. Los músicos estaban temblando. El trompetista no tenía fuelle para tocar su solo. "¿Por qué no tocas?", le preguntó Eliasberg. Lo siento, maestro. No tengo fuerza en los pulmones".
    Eliasberg dio una batida por el frente en busca de más músicos. Los encontró entre lo que quedaba de las bandas militares. Uno de ellos era el trombonista Mijaíl Parfiónov. Le entregaron un carnet de indentidad especial que decía "Orquesta de Eliasberg", para que no le fusilaran por desertor cuando acudía a los ensayos a través de la ciudad en ruinas. Si sonaban las sirenas, tenía que dejar el estudio donde ensayaba la orquesta para ocupar su puesto en su batería antiaérea.
    "Empezábamos a ensayar y nos mareábamos -decía Kozlov-. La cabeza nos daba vueltas cuando soplábamos. La gente se desmayaba. [...]. _Sólo hablábamos de comida y del hambre que teníamos, nunca de la música". Si un músico llegaba tarde, o tocaba mal, se quedaba sin su ración de pan. Una tarde, un hombre llegó con mucho retraso porque esa misma mañana había enterrado a su esposa. Esliasberg le dijo que eso no era una excusa, y el hombre se quedó sin comer. [...]
    Todos los días los cañones alemanes disparaban a discreción por toda la ciudad durante varias horas, buscando los lugares donde se congregaba la gente, las paradas de los tranvía, los cruces, las entradas de las fábricas a la hora del cambio de turno, ....Parecía una locura ponerles en badeja una multitud de asistentes a un concierto para que se dieran un buen banquete.

     Pero estaba a punto de obrarse un milagro. Una hora antes del concierto, los cañones rusos iniciaron un feroz fuego de contrabatería. Se basaba en un diagrama de fuego de artillería igual de complejo, a su manera, que la partitura de Shostakóvich, y que había sido diseñado por un brillante artillero del Ejército Rojo, el teniente coronel Seguéi Selivanov, tan intimamente familiarizado con las posiciones alemanas que para entonces se sabía los nombres de algunos de los comandantes de las baterías enemigas. Los alemanes se resguardaron en sus búkeres. Ningún proyectil alemán impactó en el centro de la ciudad durante todo el concierto.
    La gente que acudió en masa a la Sala Filarmónica lucía sus mejores galas, acaso pur última vez. Las extremidades esqueléticas de las mujeres se ocultaban bajo sus trajes de antes de la guerra, los hombres, bajo sus chaquetas ajadas. "Estaban flacos y distróficos -decía Parfiónov-. No sabía que pudiera haber tanta gente hambrienta de música, aunque estuviera muriéndose de hambre. Fue en ese momento cuando decidimos tocar lo mejor que pudiéramos"
    Empezaron a tocar. Cuando concluyó la obra, no se oía ni un ruido en la sala. Entonces alguien empezó a aplaudir en la parte de atrás, y otro espectador, y entonces se oyó una ovación atronadora [...]. Má tarde todos nos abrazamos, nos besamos y nos sentimos felices".




Brian Moynahan

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