sábado, 11 de junio de 2016

Alien y el control mental




Alien, el octavo pasajero, dirigida en 1079 por Ridley Scott, es una de las películas más famosas y reputadas que combinan el terror y la Ciencia Ficción. Incide probablemente en muchos de los miedos que nos asaltan, tanto los más antiguos, incrustados en nuestra mente desde hace milenios, como los más modernos. Entre ellos está el miedo a que nos coman, a los animales más grandes que nosotros, a los animales con dientes afilados, a que nos violen -hay mucha imaginería sexual en la película-, al peligro que se acerca sin que podamos verlo, a los parásitos que nos comen por dentro, a la enfermedad que nos debilita y nos mata, a la soledad, a la esclavitud, a  la traición -el tripulante amigo que parece lo que no es-, a las quemaduras -la sangre ácida de Alien-, a la oscuridad, a la tecnología que nos falla y nos deja inermes, a la inquietud masculina ante el embarazo y el parto y a la desaparición de los amigos y compañeros. El canto de los pájaros al amanecer en algunas especies sociales de aves es una forma de pasar lista, de ver quiénes han sobrevivido a la noche. Los trinos que faltan deben encoger el corazón. En muchas películas, Alien incluida, nos muestran cómo los componentes de la tripulación o la patrulla van desapareciendo en los sensores, van apagándose las luces que los identifican, sin conocer realmente el cómo, pero sabiendo que algo terrible está pasando. Debemos tenerlo grabado en lo más profundo de nuestro cerebro.
    Una de las escenas mas impactantes de la película es aquella en la que una de las formas del extraterrestre, el "facehugger" o "abrazacaras", se aferra al rostro de uno de los astronautas del Nostromo y le inserta por la fuerza una extremidad en la boca, de nuevo la métafora de la violación. Aunque luego el alienígena aparece muerto, al abrazacaras es simplemente una etapa de la sucesión biológica donde ha pasado a la siguiente generación. Poco después hay otra toma, también terrible, en la que nos damos cuenta de que la víctima, de aspecto normal, ha pasado a estar bajo el control mental del "bicho", que finalmente sale de su víctima atravesando el torso. Es el "chestburster" o "rompetorso", que se nos presenta en una escena salvaje de sangre y adrenalina.
    Cordyceps, un hongo también consigue convertirse en un "alien", un ser extraño, e introducirse dentro de un animal al que domina, controla y termina por matar. Las esporas del hongo entran por los espiráculos respiratorios de determinadas especies de hormigas carpinteras y empiezan a expandirse por su interior, alimentándose de los órganos internos del animal. Una vez que el hongo ha alcanzado su máximo desarrollo y la hormiga está a punto de morir, Cordyceps está listo para la fase de reproducción y dispersión de sus esporas.  En ese momento, el hongo se hace con el control del sistema nervioso de la hormiga. Tal como suena. Las hifas del hongo, esos finos filamentos que vemos cuando tenemos moho en un trozo de pan, crecen dentro de los ganglios cerebrales del insecto y liberan sustancias químicas. Estos falsos neurotransmisores alteran su fisiología neural y le hacen cambiar de comportamiento. La pobre hormiga, con su cuerpo devorado por las células del hongo y su sistema nervioso manipulado por ese mismo invasor, desorientada y confusa, trepa por una planta y se fija en su ápice, mordiendo con fuerza el extremo del tallo o una hoja. Es su último suspiro y  la hormiga muere. La muerte del insecto es procesada por el hongo invasor que termina su aprovechamiento de los órganos blandos de la hormiga y genera un órgano reproductor. Esta diminuta seta surge en la cabea de la hormiga y, en algunas especies, en las articulaciones de sus patas. Al haber subido tan alto el insecto y quedarse allí anclado por su mordisco final, el hongo "consigue su objetivo": favorecer la dispersión de las esporas, alcanzando un radio de distribución más grande y teniendo mayores probabilidades de infectar a otra hormiga. De hecho, si las hormigas obreras ven un cadáver de una compañera infectada por Cordyceps, lo quitan inmeiatamente de la planta y lo llevan a enterrar lejos de la colonia para evitar nuevas infecciones.


    Hay varias ideas que se pueden desarrollar de esta historia. Por un lado, la maravilla de la evolución que nos muestra sistemas sofisticados a partir de una variabilidad genética que pueda generar una ventaja competitiva. El que un hongo produzca sustancias químicas con las que secuestre un sistema nervioso mucho más complejo que él mismo y consiga generar un comportamiento específico -trepar para aumentar el radio de dispersión de las esporas; morder con firmeza una hoja para que, al morir la hormiga el cadáver no caiga al suelo- es algo realmente asombroso y de una belleza arrebatadora.
    En segundo lugar, la dependencia ecológica entre unos y otros. Una modulación tan fina exige una sintonía muy estrecha ente el hongo y la hormiga, elaborada a lo largo de milenios. De hecho, se han descrito miles de especies del género Cordyceps y cada una de ellas infecta una única especie e hormiga carpintera, a lo sumo dos. No más. Si una especie de insecto proliferara demasiado, Cordyceps aumentaría mucho también, restableciendo el balance ecológico.
    Y tercero, el ritmo acelerado de extinción que está sucediendo en los últimos cien años. Recientemente se han descrito cuatro nuevas especies de Cordyceps,  a partir de campañas de recolección realizadas en Minas Gerais, en Brasil. Algunas de ellas parecen estar en extinción. La zona se ha vuelto más seca y caliente en los últimos años, algo que se considera relacionado con el cambio climático. Si la especie de hormiga desaparece, su Cordyceps desaparecerá también. Es seguro que estamos perdiendo una parte importante de la biodiversidad sin haber llegado siquiera a conocerla.
    Los Cordyceps producen unas moléculas llamadas cordycepinas cuyas aplicaciones médicas estamos ahora empezando a descubrir. Nuestros nietos nos dirán que en nuestra época sucedió algo tan terrible como un incendio en un museo y no hicimos nada por salvar los cuadros, sino que iniciábamos fuegos en otras zonas e íbamos esparciendo gasolina por todas las salas. Estamos perdiendo miles de especies tan irremplazables y maravillosas como la mejor obra de arte y nosotros, los humanos, no solo somos los principales causantes del problema, sino también la única posibilidad de solución.



El escritor que no sabía leer
José Ramón Alonso

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