domingo, 13 de agosto de 2017

Hierro


La cordata Delmastro-Levi nel 1940 all'Uia di Mondrone
La cordata Delmastro-Levi nel 1940 all’Uia di Mondrone
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   Empezamos a estudiar Física juntos, y Sandro se quedó estupefacto cuando traté de explicarle alguna de las ideas que confusamente cultivaba yo por aquella época. Que la nobleza del Hombre, adiquirida tras cien siglos de tentativas y errores, consistía en hacerse dueño de la materia, y que yo me había matriculado en Química porque me quería mantener fiel a esta nobleza. Que dominar la materia es comprenderla, y comprender la materia es preciso para conocer el Universo y conocernos a nosotros mismos, y que, por lo tanto, el Sistema Periódico de Mendeleiev que precisamente por aquellas semanas estábamos aprendiendo a desentrañar, era un poema, más elevado y  solemne que todos los poemas que nos hacían tragar en clase; pensándolo bien hasta rima tenía. Que si buscaba el puente, el eslabón que faltaba, entre el mundo de los papeles y el mundo de las cosas, no tenía necesidad de ir muy lejos a buscarlo: estaba allí, en aquellos laboratorios nuestros llenos de humo, y en nuestro futuro oficio.
   Y por fin, y sobre todo, él, como un chico honrado y abierto que era, ¿ no sentía, apestando el cielo, el hedor de las verdades fascistas, no percibía como una ignominia el hecho de que a un ser pensante le exigieran que creyera sin pensar?¿No sentía desprecio por todos los dogmas, por todos los asertos no demostrados, por todos los imperativos? Sí, lo sentía. Y entonces ¿cómo podía dejar de sentir en nuestro estudio una dignidad y una majestad nuevas, cómo podía ignorar que la Química y la Física de las que nos nutríamos, además de alimentos vitales por sí mismo, eran el antídoto contra el fascismo que él y yo estábamos buscando, porque eran claras, distintas, verificables a cada paso?
   Sandro me escuchaba con una atención irónica, siempre dispuesto a desarmarme con un par de palabras secas y educadas cuando me propasaba en la retórica. Pero algo estaba madurando en él, algo que le perturbarba porque era al mismo tiempo nuevo y antiguo. Él, que hasta entonces no había leído más que a Salgari, London y Kipling, se convirtió de repente en un lector furibundo, todo lo digería y lo recordaba [...]
   Nació una asociación, y empezó para mí una temporada frenética. Sandro parecía hecho de hierro, y estaba vinculado al hierro por un parentesco antiguo. Me contó que los padres de sus padres había sido caldereros y herreros en los valles canaveses. Fabricaban clavos en la forja de carbón, le ponían cerco a las ruedas de los carros con un aro al rojo vivo, golpeaban la chapa de hierro hasta ensordecer; y él mismo, cuando descubría en la roca la veta roja del hierro, le parecía reencontrar a un amigo. Cuando el invierno se le echaba encima, ataba los esquís a la bicicleta oxidada, salía muy temprano y pedaleaba hasta llegar a la nieve, sin dinero, con una alcachofa en un bolsillo y el otro lleno de lechuga; volvía de noche o a veces al día siguiente, durmiendo en los pajares, y cuanta más hambre y más tormentas había padecido, más contento estaba y con mejor salud.
   En verano, cuando salía solo, muchas veces se llevaba consigo al perro para que le hiciese compañía. Era un perrucho callejero y de aire encogido. De hecho, según me contó Sandro, haciendo a su manera la imitación del episodio canino, cuando era cachorro había tenido una aventura desgraciada con una gata. Se había acercado demasiado a la camada de gatitos recién nacidos, la gata se había enfadado, había empezado a resoplar y se había erizado toda; pero el cachorro, que todavía no había aprendido el significado de estos síntomas, se había quedado allí como un tonto. La gata se había echado a él y arañado su hocico. Al perro aquello le había acarreado un trauma permanente. Se sentía deshonrado, así que Sandro le había hecho una pelota de trapo, le había dicho que era un gato, y todas las mañanas se la ponía delante para que se vengase en ella de la afrenta y reivindicase su honra canina. Por los mismos motivos terapéuticos, Sandro se lo llevaba a la montaña para que se desahogase. Lo ataba a un extremo de la cuerda, se ataba él mismo al otro, y se ponía a escalar.
   Sandro escalaba la montaña más a base de instinto que de técnica, confiando en la fuerza de sus manos, y saludando burlonamente, en los trozos de roca a que se agarraba, el silicio, el calcio y el magnesio que había aprendido a reconocer en el curso de mineralogía. Le parecía haber perdido el día si no había agotado sus reservas de energía, y entonces hasta su mirada era más viva.
   De sus impresiones hablaba con suma parquedad; no le gustaban las grandes palabras, ni siquiera las palabras. Parecía que tampoco de dialéctica, como de alpinismo, hubiera recibido lecciones de nadie; hablaba de una forma que no es corriente; decía sólo el meollo de las cosas.
   Se llevaba por si acaso treinta kilos de saco, pero en general iba sin nada; le bastaba con los bolsillos y la verdura que como he dicho, llevaba en ellos, con un trozo de pan, un cuchillito, a veces la guía alpina, muy manoseada, y siempre una madeja de alambre para reparaciones de emergencia. La guía no la llevaba de excursión porque tuviese fe en ella, todo lo contrario. La rechazaba por considerarla una atadura, es más, como una criatura bastarda, un híbrido detestable de papel, nieve y roca. La llevaba de excursión para vilipendiarla, feliz cuando podía pillarla en un error, ya fuera a sus propias expensas o a las de sus compañeros de ascenso. Podía estar andando dos días sin comer, o meterse en el cuerpo tres comidas juntas y luego salir. Para él todas las estaciones eran buenas. El invierno para esquiar, pero no en las estaciones lujosas y mundanas de las que huía con lacónico desprecio [...].
   Ver a Sandro en la montaña le reconciliaba a uno con el mundo le hacía olvidar la pesadilla que gravitaba sobre Europa. La montaña le hacía feliz, con una felicidad muda y contagiosa, como una comunión nueva con el cielo y la tierra, en la cual confluían mi necesidad de libertad, la plenitud de mis fuerzas y el hambre de entender las cosas, todo lo que me había empujado hacia la química. Salíamos con el alba, frontándonos los ojos, y allí alrededor estaban, apenas tocadas aún por el sol, las montañas cándidas y oscuras, nuevas como recién creadas por la noche apenas desvanecida, y al mismo tiempo incalculablemente antiguas. Eran una isla, un más allá [...].
  Le estoy agradecido a Sandro por haberme metido deliberadamente en apuros, en muchas ocasiones empresas insesatas en apariciencia, y sé con toda seguridad que más tarde me han servido de mucho.
  En cambio a él no le han servido, o no por mucho tiempo. Sandro era Sandro Delmastro, el primer caído del Comando Militar Piamontés del Partido de Acción. Después de unos pocos meses de extrema tensión, en abril de 1944 fue hecho prisionero por los fascistas, no se rindió e intentó fugarse de la Casa Littoria de Cuneo. Murió de una descarga de metralleta en la nuca, disparada por un monstruoso niño-carnicero, uno de aquellos desgraciados esbirros de quince años que la República de Salò había reclutado en los reformatorios. Su cuerpo permaneció mucho tiempo abandonado en medio del camino, porque los fascistas habían prohibido a la población darle sepultura.
   Hoy sé que es una empresa sin esperanza recubrir a un hombre de palabras, hacerlo revivir en una pagina escrita, y particulamente a un hombre como Sandro. No era de esas personas de las que se pueden contar cosas o a las que se pueden levantar monumentos, con lo que él se reía de los monumentos. Vivía por entero en sus acciones, y una vez terminadas éstas, de él ya no queda nada. Nada más que las palabras, precisamente

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Sandro Dalmastro


El sistema periódico
Primo Levi
 

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